La tempestad
A veces te creo perdida y salgo a la lluvia sin paraguas y sin ropa de abrigo. Las calles no tienen cabida para tanta agua, de tal modo que esquivar los charcos se convierte en tarea compleja. Sigo adelante, consciente del barrizal en el que me adentro. No pienso, y de sentir algo, no lo veo. Sólo me dejo llevar por el impulso. La tempestad no se plantea cesar, por ahora yo tampoco.
Cada vez cae con más fuerza, multiplicando las burbujas de los charcos que apenas encuentran espacio para estallar entre tanto hervidero. Nubes grises, compactas y gigantes, por lo menos a mis ojos desde aquí, van cerrando el cielo, como si nada quedase más allá de ellas. Entre los nubarrones y mis pies parece encontrarse todo, el universo entero.
No es que me guste mojarme, resulta incómodo exponerse a la lluvia, tener que cerrar los ojos por el dolor que provoca la furia del agua chocando contra mi rostro descubierto. Tampoco puedo quejarme. Primero porque estoy sola y nadie me va a dar la razón. Eso quita sentido a la queja que siempre busca ser víctima. Aquí no hay tiempo para parar a regocijarse en eso, bastante tengo ya con mi cuerpo empapado de agua, como para ponerme a discutir conmigo misma sobre si debiera o no estar aquí. Y ahí va el segundo motivo. Yo he elegido avanzar. He visto el cielo amenazante, no puedo decir que no supiera dónde me metía, porque avisada estaba, y aún así he decidido adentrarme.
No pensar en las consecuencias es algo que me define cuando te creo perdida, y es que si te pierdo a ti, ya no tengo nada más que perder. Tampoco que ganar.
Sigo avanzando, me dirijo hacia un sendero que serpentea lo que a la vista parecen extensiones de pinos silvestres. El asfalto se va desintegrando hasta hacerse tierra, los charcos se transforman en barro y el fango me alcanza los tobillos. Tras pocos metros en ese terreno me siento extenuada por la fuerza que tiene que realizar todo mi cuerpo para lograr dar un paso más. Cada vez mis pies se alzan más lentos y mi cuerpo se va curvando para protegerse de un temporal sin ánimo de escampar. Caigo al suelo, me pregunto si no habrá llegado la hora de volver. Desconozco el lugar al que me dirijo ni a que altura del camino me encuentro, y tampoco sé si el panorama resulta esperanzador, pero si algo no me pide el momento es esperar. No es hora de detenerse.
La duda no tiene lugar. Parece que el cuerpo adquiere práctica para moverse bajo la tempestad y me permite aligerar ínfimamente el paso. Obtengo cierta soltura y me adapto a los movimientos de mi cuerpo encorvado, cuando ya no recuerdo que forma tomaba antes de inmiscuirme en este temporal. Si está exhausto ya no me lo hace saber. Se ha unido a mi en esta misión, y ante esa integridad, la fuerza de la lluvia ha comenzado a aflojar mientras el sonido ensordecedor que provocaba la virulencia del agua, parece calmarse a su vez.
Durante horas lo único que he visto ha sido el color del lodo, el agua puntiaguda rasgando mi rostro, la ropa empapada agarrada a mi piel, los pies cubiertos de ese barro que ahora aclara, iluminado por los rayos que han logrado traspasar la densidad y la firmeza de los nubarrones. Tardo en reaccionar, la concentración en mi torpe y fatigoso caminar, despierta al descubrir la luz que cala mi cuerpo. Se yerguen mis hombros, miro al cielo que se abre a la vez que mi pecho, y ahora sí, me dejo caer.
Noto el apresurado latido del corazón que poco a poco empieza a aquietarse como el estallido de la tempestad. Presiento que mi cuerpo no ha dejado de sentir en todo este trecho, en el que más que yendo a ningún lugar, estaba regresando. Fui y volví. Me perdí, y peregrinaba hacia adentro para encontrarme a mi misma y darle más sentido al viaje.
La vida es viaje y el viaje toma muchas formas. También la de la tempestad.