Catorce minutos
Miro el reloj de la cocina de camino a la habitación. Pasa un minuto de las siete, hora a la que he quedado en la plaza del centro y de la que me separan catorce minutos a paso ligero. Corro, me siento en la cama, me pongo las botas, subo la cremallera, y paro ante el espejo para recolocarme el flequillo. Salgo con el abrigo en una mano y el bolso en la otra. Bajo las escaleras de dos en dos. Abro la puerta de la entrada y el viento huracanado de finales de otoño, de un soplo levanta mi flequillo recién peinado, haciéndome cerrar los ojos por el soplido inesperado.
He plegado tarde del trabajo. Eso me ha llevado a perder el tren que cojo habitualmente, y a su vez, me ha hecho quedar atrapada en las rotondas de vuelta a casa. Todo se ha retrasado hasta dudar varias veces sobre si debiera o no anular la cita, cosa que ya he hecho otras veces con anterioridad. Hoy en cambio, me había propuesto llegar, y a poder ser, llegar a la hora. Pero aquí estoy, a deshora y acelerada.
Hace tanto frío que intento ponerme el abrigo mientras camino. El viento lo enreda y no acierto a llevar la mano a la manga correcta. Paro en mitad de la calle sin caer en la cuenta de que impido el paso a la gente que anda tras de mí. Sujeto el bolso entre las rodillas, cojo el abrigo por los hombros y me lo echo a la espalda como si fuese una capa, para lograr poner cada mano en su manga. Me cuelgo el bolso del hombro, subo las solapas del abrigo, y con una mano las mantengo agarradas para que no se cuele tanto el frío por el cuello, a falta de la bufanda que he olvidado coger.
Sigo andando hacia la plaza. Meto la mano libre al bolso para coger el móvil y ver el reloj. Son las siete y cuatro minutos. Llego al semáforo mientras intento guardarlo. Alzo la vista justo a tiempo para ver el último parpadeo de luz verde. Espero mirando a ambos lados por si pudiese pasarlo en rojo. En ninguna de las dos aceras hay niños de la mano de sus padres, así que nada me impide hacerlo. Por lo menos nada más allá de la moral. Pero el torrente de coches no cesa y espero, lo que me parece algo así, como la última hora de trabajo de un viernes a las puertas de las vacaciones de Navidad.
El viento, ahora en contra, me lleva los pelos a la cara impidiéndome ver dónde piso. Desisto de las solapas y voy apartándome el pelo con las manos, intentando ponerlo dentro del abrigo para sujetarlo. Lo que podría ser un ciclón es más insistente que yo y ya no sé ni a qué lado va cada mechón. Me resigno y avanzo con él ante los ojos haciendo ver que ni me molesta ni me impide caminar. La fuerza del aire me ayuda a avanzar más rápido. Tanto, que mis pies son lo último que llega después de mi pelo y mi torso.
Paso por el campanario, son las siete y doce. A los catorce minutos tengo que sumarle el del semáforo y el de parar a ponerme el abrigo, pero aún y así, dejo pasar el tranvía y ya estoy cerca. El centro está cargado de gente que obliga a frenar al viento. Aquí no encuentra camino ante tantas espaldas que se escudan de él. Aprovecho para peinarme el flequillo de nuevo y recolocar la melena enredada en algo parecido a su lugar. Mi nariz roja por el frío y mis ojos llorosos por el viento, se concentran intentando afinar y distinguir su contorno entre el gentío.
Una mezcla entre nervios que me acobardan, ganas que me envalentonan y miedo que me achica, me hacen aflojar el paso cuando ya casi he llegado. Apenas escucho ya a la intuición que antes me gritaba, me aplaudía y me animaba a venir aquí.
Al fin la veo. La tengo en frente. A pesar de mi retraso, su sonrisa se cuela como humo entre la gente. Sostiene una caja entre las manos. Me disculpo por todas las veces que me he echado atrás unas horas antes. Por las ocasiones que dije que vendría. Por todo lo que me entretuve por el camino y los desvíos que tantos días tomé, a sabiendas de que retrasaban mi llegada. Me disculpo a su vez por presentarme a una hora tan tardía y por llegar despeinada y desabrigada. Y cuando ya no sé que más decir, me entrega la caja.
Deshago el lazo y al abrirla ahí está. Una nueva oportunidad se presenta. Impaciente y deseosa. Con viento, frío, muchos días y catorce minutos de retraso por mi parte.
Una nueva posibilidad para despertar, para recordar que nada es inevitable y por tanto nada es imposible. De dejarse guiar por la intuición, de hacer algo por los demás, de luchar por prioridades, de seguir dando pasos. De celebrar lo bueno, los logros, lo pequeño y lo absurdo.
Una nueva oportunidad para vivir de acuerdo a los valores. Llegar aunque tengamos la sensación de estar llegando catorce o cuarenta minutos tarde.
2 thoughts on “Catorce minutos”
Me fascina la facilidad con la que describes esos momentos cotidianos y tan reales, que hasta puedo sentir el viento soplando. También pienso que nada es imposible. Muchísimas gracias! ????
Quién no se ha visto en medio de un ciclón! 😉
Muchas gracias a ti Lidia!