Cerrar los ojos
No ha pegado ojo, siente ese peso en la frente que le pide cerrar los ojos. Por si al bajar los párpados dejase más espacio libre al dolor, y éste, al sentir que le sobra sillón, reparte la congoja en su rostro, de forma más distribuida y menos dolorosa.
Quiere cerrar los ojos, pero los abre. El cuerpo le pesa más de lo que se ve capaz de manejar. El ánimo está más que decaído, pero hace ver que no lo ve y se ocupa de mirar al frente, a pesar de la carga que recae sobre sus retinas. Es hora de ir al trabajo.
Entra en su aula dispuesta a recibir a los más pequeños del centro. Lo hace con una sonrisa porque es la emoción que se despierta en ella al mirarles. A veces también tiene ganas de llorar. No por ellos, sino por sus asuntos y los días que en ocasiones se desequilibran al tocarlos con un simple dedo. Pero también esos días sonríe. Lo hace sin darse cuenta. Considera a esos niños como parte de ella, probablemente la más sincera y honesta, así que también sonríe a esa parte de su ser. A esas emociones a las que no les duele la cabeza y no por ello dejan de merecer su atención.
Con ellos comparte gran parte de sus días. Conoce sus llantos, sus risas, su olor. Sus gustos en la comida y las posturas en las que más plácidamente duermen en la cuna. Sabe cuáles son sus juguetes favoritos, sabe quién abre el armario en un despiste, y cuál de ellos se ha entretenido en vaciar el agua por el parqué. Desde lejos conoce quién llora y también en qué momento van a arrancar a hacerlo. Pero a su vez, acierta con lo que les gusta, transforma su llanto en sonrisa.
El dolor de su cuerpo le hace moverse más despacio, hablar más bajito y multiplicar por mil la comprensión. Hoy entiende a la perfección los enfados de esos niños cuando una pelota se les escapa y alguien más rápido se la lleva, cuando el agotamiento no deja que les atrape el sueño, cuando por más que estiren el brazo, hay lugares a los que todavía no pueden llegar.
No entiende por qué a veces no comprende esas cosas. Esos pequeños simplemente lloran y se enfadan porque querrían ser más rápidos, comprender por qué se les derrumba esa torre, alcanzar por sí solos ese chisme que corre demasiado, o dejarse vencer por el cansancio.
Querrían lo mismo que quiere ella, pero a ella, además de enojarla y hacerle hipar, esos asuntos le quitan el sueño, el hambre y la calma. La dejan sin energía, le hacen bombear un pesado pálpito en la frente, y caminar arrastrando un cuerpo dolorido…
Ellos, a los que no les importa que en ocasiones esos enfados la pongan nerviosa y le hagan alzar su voz, saben que el dolor de cabeza no viene sólo. Intuyen que algo de tristeza le acompaña, y no lo dudan. Buscan un hueco para sentarse entre sus piernas, un brazo para cogerse si las piernas están ocupadas, una mirada dulce, si además de las piernas, también los brazos están reservados. No necesitan guardarse nada, todo lo que tienen es para entregar, y ahora ella necesita de esa magistral contención.
Y mientras tanto, se cuestiona el motivo por el cuál construyó todos esos límites que ya han alzado muros. Por qué ya no es tan fácil comprender, ni abrazar, ni tolerar. Observa de qué forma interaccionan sin prejuicios ni distinciones, sin creencias ni rencores. Se detiene en mirar la forma en la que ellos están en el mundo.
Exteriorizan su disconformidad, su alegría, su impaciencia, su amor. Sienten y manifiestan. Reciben y dan, y dan sin recibir. Y piensa que tal vez no le dolería tanto la cabeza ni el cuerpo ni el alma, si de tal modo pudiese expresar todo su sentir. Si de cerrar los ojos, pudiese conectar con su calma en mitad del caos. Pudiese perder de vista todo lo que ya fue y lo que todavía no es, para simplemente centrarse en estar hoy aquí.
Si de cerrar los ojos pudiese verse y respetarse de la forma que lo hacen ellos.