Con las manos vacías
Tiene una estufa encendida a sus pies. Suele tenerlos fríos, y el calor concentrado a su alrededor, templa esa sensación de piel helada, tibante y sin tacto. Una pequeña lámpara ilumina sus manos algo arrugadas e hinchadas sobre la mesa. Se mueven hacia el termo repleto de té que todavía humea y los pinceles que está utilizando para dar los últimos retoques a su dibujo. Más tarde irá a la ciudad a buscar algunos detalles para sus hijos. Mañana va a celebrar el año nuevo con ellos y no le gusta ir con las manos vacías.
La ciudad está llena de gente. Le suele pasar que se pregunta cómo todas esas personas se habrán habituado a caminar entre tanto ruido, tanta prisa y tanto desencuentro. Entre tanta gente que no se mira y se adelanta por cualquier lado sin dejar libre un sólo rincón de la acera. Acostumbrado a la tranquilidad de las calles de su pueblo, a cruzarse con cuatro personas en la mañana, saber cómo están y qué tal anda el tiempo, ahora se siente desbordado.
Su cabeza ha pasado a ser el puerto de mil estímulos que rebotan buscando dónde parar, sin espacio para todos ellos. Les pide calma, que sólo será media hora más y ya estarán de vuelta. De vuelta al lugar en que la vida parece paralizarse. Donde la gente se mira y se escucha. Donde no se adelantan ni se atropellan porque no hay prisa para llegar a ningún lugar.
De sobras sabe que allí también le espera su casa vacía, las bajas temperaturas de la montaña que le enfrían los pies y le secan las manos, y el espacio donde a veces querría un poco de ese ruido. Pero están sus pinturas, los amaneceres y los pájaros en el jardín. Están todos los que no están pero le siguen acompañando, porque sólo pensarlos se emociona, se le alegra el corazón y a su edad se le lanza a volar.
Vuela a todos los lugares que desea ir y donde quiere estar. Vuela con ellos, con su compañía y con su imaginación. Y en eso descansa. Descansa de la vorágine que ya quedó atrás. De él mismo, del personaje que se cansó de ser. Esta es ahora su forma de vida. Ya no necesita de máscaras ni roles.
Le basta con pasar el año nuevo con sus hijos, con no ir con las manos vacías, con pintarles ese cuadro que no sabrán dónde poner, pero que a él le habrá llenado el corazón y le habrá servido de ancla para levantarle cada mañana con la ilusión y la alegría de llenar los huecos de la lámina, con la emoción que surge del movimiento de sus manos.
No necesita nada más, es su forma de entregar lo que tiene, lo que despierta su felicidad, le hace estar vivo y le ensancha la vida.
Es la forma en la que las manos se le llenan del amor que siente.