Ya no
Ya no escucho a los vecinos de abajo. Ni sus cucharas picando contra las tazas para remover sus cafés con leche cargados de azúcar. No camino descalza sobre las baldosas que mantienen el calor, tocadas por el sol que brilla al otro lado de la ventana. No me encuentro contigo al salir a tender la ropa. Ni escucho las golondrinas a las seis y diez de la mañana.
Ya no asusto a los gatos saliendo a correr a esa hora en que los primeros croissants están entrando al calor del horno, justo enfrente del mar. Ya no te lloro ni te hablo, aunque todavía te extraño.
No escucho tus pisadas mientras subes las escaleras. Ni escucho ladrar al perro de enfrente, aunque sigo hablando con todos los que me cruzo.
No espero al sol de media tarde, ni la cafetera encendida. Tampoco enciendo el horno, ni saco las mantas al sofá en invierno.
No cambio tan a menudo las toallas, ni las sábanas, ni las fundas de los cojines del sofá.
He perdido esa sensación de mar en calma, de brillo encendido, de reflejos exactos.
No subo las persianas tan temprano ni las cierro tan tarde. Ya no quiero que me vean desde fuera, por si pudieran intuir lo que hay dentro.
Pero entre tanto, dentro hay algo que se cansa de los días cortos. Algo empieza a querer, empieza a decir sí. Hay algo que ya no te espera. Que no tiene miedo de perder.
Y mientras me olvido de tu silencio, me voy haciendo a otras caras, a otros miradas, a otras voces. Me voy mudando la piel.
Avanzo moviendo mis hombros adelante y atrás como si me hiciera hueco en una calle repleta de gente, y mi cuerpo se va adaptando a los espacios vacíos para construir algo nuevo.
Me quito la bufanda y después el abrigo. Los cuelgo en el perchero de mi nueva casa, y salgo a la calle con lo puesto porque ya no tengo frío.
Compro macetas más grandes para trasplantar las plantas, velas de olores, y centros de mesa. Espero al sol por las mañanas, y bailo los pasillos y las calles que ya no te llaman.
Abro los libros que quedaron cerrados. Sonrío, me animo. Hablo con la gente porque ya no tengo pena guardada ni grieta escondida.
Me suelto el pelo, me pongo las gafas de sol, y camino hasta llegar enfrente del mar, de otro mar. Me quito las botas, meto los pies en el agua, me observo en su reflejo, y ya no me veo tan mal.