La forma de su corazón

La forma de su corazón

La forma de su corazón-limonero

Se han quedado colgadas las banderillas de colores del último cumpleaños. Las fotos en la pared del comedor, recortando los recuerdos. Los globos en mitad del salón, que no terminan de desinflarse. Las pisadas de los invitados, aguardando en la tierra que rodea el limonero del jardín. Intactas. Esperando la lluvia que las difumine. Y a pesar de eso, la vida, siempre la vida.

Estaba deseoso de cumplir los cincuenta y cinco, no porque le fascine sumar años, sino porque sus hijas iban a venir a celebrarlo. No hace tanto que se marcharon, ocho meses si no le fallan los cálculos. Una espera larga y constante para él. El recuerdo de las fechas nunca ha sido su mayor cualidad. Él recuerda las caras, los gestos, los perfumes que los invitados, a su vez, invitan a pasar, y el olor que perdura cuando se marchan.

Cuando las acompañó al aeropuerto, el orgullo que sentía por ellas se cruzaba en espiral con la melancolía, adivina de los días que vendrían. Quería despedirlas con alegría, pero las lágrimas se le acumulaban en la garganta, como coches atascados queriendo salir todos al mismo tiempo de la ciudad. Ambas, orgullo y melancolía, empezaron a formar un tirabuzón tan perfecto, que acabaron siendo la forma de su corazón.

Todo lo que le rodeaba y todo lo que miraba, pasaba filtrado por esa espiral; llegaba a su interior teñido por las formas que tomaban. Como un folio que llega en blanco y sale impreso con esa imagen que lo sella y lo marca.

La forma de su corazón-corazón de cartulina

Durante la cena de cumpleaños, todos hablaban, reían, alzaban la voz a ratos. Otros simplemente se miraban, o dirigían su mirada al plato perdiéndose en cualquier pensamiento que viniera a distraer su presencia en ese momento. Los platos distribuidos por la mesa se pasaban de mano en mano. Como sus anécdotas, como sus recuerdos, como el momento que estaban compartiendo. Incluso él, parecía ser capaz de escapar del tirabuzón en el que se había convertido. La espiral había dejado de girar.

Se sintió libre despojado de aquellas sensaciones que se apoderaron de él en el aeropuerto, y que se empeñó en seguir sintiendo día a día, durante ocho largos meses. Creyó que mientras perdurasen en él, sentiría a sus hijas más cerca, y así tendría la sensación de que no se marchaban del todo. Día tras día, orgullo y melancolía, caían sobre él como glaciares en desprendimiento.

Se quedó mirando la intensidad de la oscuridad mientras entendía que podía abandonar aquel lugar. De hecho, debía hacerlo para poder vivir y estar presente en cualquier otro. En esa cena de cumpleaños, sin ir más lejos. La forma de su corazón podía moldearse. Sus hijas no estarían más cerca o más lejos por quedarse atrapado en aquella espiral de sentimientos. Estarían exactamente a la misma distancia. A la distancia del corazón.

Tres días después las llevo al aeropuerto de nuevo. Y aunque se le atragantó el tirabuzón en la garganta, sonrió y las saludó con la mano cuando se giraron para decirle adiós después de pasar el control, sabiendo que él todavía estaría esperando esa última despedida. Salió de allí sin mirar atrás, convencido de que volvería pronto, y el saludo sería al otro lado del control, al otro lado de la despedida.

Ahora se sienta en el sofá, bajo las banderillas, con los globos a los pies, mirando las fotos recortadas, y observando las pisadas que el limonero mantiene resguardadas a la sombra. Esa es hoy la forma de su corazón latiendo fuerte, orgulloso de él mismo.

Globos en el cielo

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