Bata blanca
Ha acudido a la consulta. A pedir información, opinión, consejo o lo que quiera que se vaya a hacer cuando uno se dispone a sentarse enfrente de alguien que viste una bata blanca. Sencilla y sobria para el valor que le otorga cuando en ocasiones parece tener todo el poder de la situación.
Pues bien, ha acudido a la clínica y, aunque lo sabe, en este momento se cuestiona por qué ha decidido venir. Tan sólo necesita de un instante para responderse. Nota que hay algo que no acaba de fluir en su cuerpo. Algo se ha estancado y siente que sí pero que no.
Tras la bata se ha encontrado a alguien más o menos de su edad. Le ha puesto unos cuarenta y cinco años mientras habla con una enfermera que entra y sale sin manifiesto pudor, y sin la menor idea de que a ella le incomoda la presencia de alguien que considera ajena a su situación.
Después de ponerle edad, el hilo de sus pensamientos le ha llevado a suponer que el hombre tras la bata blanca debe de ser consciente de que sus palabras son esperadas como agua de mayo. Pueden ser alivio si caen suaves y constantes, y pueden ser desastre si caen en forma de piedra o granizo.
Cuando finalmente la enfermera ha salido, la bata blanca, tras divagar aquí y allá, se ha centrado para ponerle un nombre de trastorno que ella recibe con fingida impasibilidad. Toda la que puede aparentar mientras en su interior una borrasca amenaza con descargar.
La bata blanca y el trastorno han estado largo rato hablando acerca de posibilidades, pruebas y porcentajes, que no convencen ni a uno ni a otro. Nada de todo eso parece decir nada, y los pensamientos que a ella le piden que frene la tormenta para sentirla más tarde, empiezan a flojear.
Quedan en verse otro día, y ella abandona el lugar con una disputa interna. Por un lado quiere dejarse caer, sentir la intensidad y empezar a mirar de lejos, asuntos que de repente parecen definitivos. Luego tiene el lado opuesto. El que le dice que la naturaleza es otra, que su cuerpo no tiene por qué responder como todos los cuerpos, que puede tener un trastorno, pero que definitivo es todo y es nada a cada instante.
Camina hacia casa mientras cae la noche. Avanza hacia ella con un paso que apunta el ritmo al que anda por su interior. Cavando cada vez un poco más hondo, haciéndose cada vez un poco más de daño, conteniendo el aire, encogiéndose y llegando al silencio para quedarse un tiempo. El necesario hasta volver a la consulta.
De nuevo la bata blanca frente al trastorno. De nuevo la confirmación de lo confirmado. Las explicaciones que se lleva el viento. Los pronósticos que ahuyentan todo aquello que tenga que ver con la aproximación a lo que esperaba.
De nuevo palabras, hasta que tras ellas la bata blanca le mira y el trastorno mantiene el silencio. La bata blanca se deja transparentar y el trastorno se deja entrever. Por un instante, la bata blanca deja de ser bata blanca, y el trastorno deja de ser trastorno. La diferencia se hace igual cuando tras las palabras, el sentimiento convierte a uno y a otro en parte de lo mismo. Sensaciones que despiertan, cuerpos que se manifiestan y vida que les da lugar.
Y sí, al salir de la consulta ella se llevará su trastorno a casa. Mirará que hacer para acogerlo y para verlo como una forma de expresión cuando así sea posible y el momento lo permita. Él pondrá su bata blanca a centrifugar para recibir mañana a nuevos pacientes sin olor a emociones de hoy. Cada uno mirará su vida de cara. Pero el próximo día aquí estarán de nuevo, uno frente al otro, compartiendo trastorno, bata y sentir como suyos y como iguales para los dos.
Por un rato, sus vidas no serán sólo suyas y descansarán de intentar sostenerlas a toda costa. Aquí se permitirán relajarse reposando el uno en el otro, haciendo desvanecer bata y trastorno. Viéndose por encima de todo eso, que hoy y ahora pasa a ser anecdótico, sabiendo que son mucho más.