Dedos del pie

Dedos del pie

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Todavía me duelen los dedos del pie de la última vez. No los he dejado recuperar que ya vuelvo a estar aquí.

Caminando por la montaña entre pinares, voy esquivando los largos desfiles de orugas que se forman en los caminos a finales de invierno, después de haber pasado los días más fríos en sus nidos.

Ando sola con una mochila cargada de cosas que probablemente no utilizaré.

Camino despacio saludando incansablemente a todo aquel que pasa por mi lado, deseándoles que pasen un buen día.

Siempre me pregunto cuál es el punto a partir del cuál se debe empezar a saludar ¿Cuándo pisas tierra? ¿Cuándo ya estás rodeado de pinos? ¿O cuándo se empiezan a ensuciar las botas? No lo sé, igual que tampoco sé cuál es el motivo que hace que no podamos llevarnos un poco de esta amabilidad a nuestro día a día. Y es que aquí somos más afables y nos saludamos porque sí, sin importar quién sea el otro. Nos une el simple hecho de estar aquí, disfrutando de la naturaleza, sintiéndonos un poco más libres.

Me adentro por un sendero más estrecho que no deja de subir. Mientras tanto, sigo pensando en nuestra, a veces, intratabilidad de cada día. Porque se nos olvida, por esa tendencia que tenemos de olvidarnos pronto de las cosas que damos por sentadas y no sabemos valorar. Se nos olvida ser amables.

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El ascenso ya me hace andar con las manos en mis cuádriceps queriendo calmarles de la fatiga. Ando inmiscuida en mis pensamientos, cuando un perro aparece con la boca abierta y las orejas achatadas, deduzco que mostrándome su sonrisa.

Se sube a mi pierna buscando su saludo mientras me deja las pezuñas marcadas en ella. Le doy su caricia correspondiente y sigue su camino olisqueando cada rama, alerta a todo lo que sucede. Y por supuesto, siempre echando la vista atrás para comprobar que su dueño sigue allí. Y sí, ahí llega su amo. Le saludo apartando las manos de mis piernas para disimular que me está costando esta cuesta arriba, y sigo subiendo.

Subo y subo hasta llegar a un punto en el que ya me veo demasiado alejada. El cansancio empieza a acusar, así que decido emprender la vuelta.

Me cojo fuerte a los tirantes acolchados de la mochila para sentir que tengo a dónde agarrarme. La subida se ha transformado en bajada, y ahora la gravedad me obliga a frenar en cada zancada para contrarrestar el impacto en los músculos de mis piernas.

Las botas son más grandes de lo que debieran, pero a pesar de eso, las puntas de los dedos del pie siempre quedan resentidas y doloridas por el golpeteo constante contra la puntera de la bota.

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En una hora estoy en ese puente que cruza la carretera y marca el final del camino.

Pero el camino no acaba aquí, y todavía esta noche, sentiré el dolor de los dedos del pie al rozar las sábanas. Encenderé la luz de la mesita de noche y me miraré el pie buscando una rozadura o una señal que de sentido al dolor. Pero no existirá, la herida será interna.

Cómo el de tantas otras heridas que no se ven y contra las que todo parece impactar a diario. Quizá sean esas heridas las que realmente nos unen. Las que nos acercan a esos caminos de montaña buscando encontrarnos con ellas y sanarlas. Aprender al fin a tratarlas, a quererlas y a cuidarlas. Aprender a ser amables también con ellas.

Cada uno tiene la suya, cada una su forma y cada cuál su razón de ser. Todas igual de respetables como cualquier forma de vida lo es.

Y al final, cada cuento con su historia. Porque sólo cada uno sabe de las heridas que no se ven, pero también del camino andado y disfrutado. También de lo vivido y también de lo aprendido.

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“Cada persona que conoces está peleando en una batalla de la que no sabes nada. Sé amable. Siempre.”

Robin Williams

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