
Luces de Navidad

Avanzo por las calles que me llevan a tu casa. Es diciembre. Las luces de Navidad ponen color a la ciudad que a esta hora, empieza a estar menos concurrida de gente, dejando espacio libre que la noche aprovecha para dejar caer el frío con todo su vigor.
Camino encogida para protegerme de las bajas temperaturas y de la oscuridad, y ya puestos, para salvaguardarme y cerrarme en mi propio cuerpo. Siento cierto vacío en el estómago, que a estas alturas, ya he comprendido que nadie más que yo puede ocupar.
He empezado a paso ágil, hasta ir echando el freno. Algo en mi no quiere llegar. Quiere detener el tiempo y mis pasos, y sentarse aquí mismo como una mendiga sin techo, pero acurrucándome sigo avanzando hasta alcanzar el final de la calle. Dudo si debía girar hacia la derecha o hacia la izquierda. No recuerdo las indicaciones.
Finalmente he girado a la derecha. Tengo la sensación irreal de que la calle se va oscureciendo. Las luces de Navidad siguen encendidas, pero yo ya no puedo verlas. Desconozco el motivo de este miedo irracional, cuando en verdad, nada parece haber cambiado, pero la inteligencia del cuerpo se avanza a los hechos.
Llego a tu portal y pico al timbre. Me abres enseguida sin preguntar. Cuando al fin llega el ascensor, me subo y dejo que me remolque hasta tu puerta. Me recibes con una sonrisa algo sonrojada y una bata gris que su cinturón ata a tu cintura. Me invitas a pasar con un gesto de la mano que me lleva hacia el pasillo. Camino ante ti hasta llegar a la sala de estar, lugar en el que paro en seco y me giro esperando que me indiques hacia dónde dirigirme.
Nos sentamos uno a cada lado del sofá con una pierna sobre el sillón para girarnos el uno hacia el otro. No sé qué decir. Por lo visto tú tampoco. Estamos un rato que debe de ser corto pero como suele ocurrir con los silencios que no sabemos gestionar, se perpetúa en el ambiente.
Lo agrietas diciendo que intentas salir adelante, pero te pierdes a cada paso. A tus cuarenta y dos años todavía no has encontrado algo que te haga latir fuerte como para dejarlo todo y lanzarte sin más. Estás algo deprimido y tus ojos miran sin ver. Te sientes bloqueado, no sabes que quieres y no puedes conectar contigo mismo.
Me parece escuchar que te alegras de que haya ido. Te observo apagado y sin fuerzas para expresarte. Y curiosamente, al ver tu debilidad, en un momento siento que mi cuerpo se afloja. Como si tu fragilidad le permitiese ser a la mía. Eso me permite descansar de la tensión que me mantenía al acecho por si debía defenderme, por si era necesario mostrar una convicción que no se sustenta pero que me dejaría al margen de la ignorancia.
Quieres salir de tu vida y no hace falta que te diga, que si sales de ella no te queda ningún sitio a dónde ir. Lo sabes bien, y por eso me has llamado. Para sentirte apoyado en tu propia vida, en tu propia casa. Te has cansado de los resentimientos que van contra ti y no te dejan alzar la cabeza. Empiezas a darte cuenta de que tanto sufrimiento no te permite quitarte esa bata, ni ponerte unas deportivas ni salir a ver las luces de Navidad.
Me cuentas que hace tiempo que no sales, que te sientes triste, y que en estas fechas en que todo el mundo aparenta estar bien y capitanear su sonrisa, se ha acentuado tu sensación de soledad. Que esta mañana al levantarte, has notado como que quizá estabas preparado para ver a alguien y has pensado en mi. Te he contestado que sí sin razonar y sin saber por qué, pero la afirmación ha salido de mi boca tan natural que ya no he sido capaz de contradecir a mi propia voz.
Expresas todo eso entre largos silencios y palabras entrecortadas que no comprendo cómo has sido capaz de pronunciar. En este rato todavía no se han conectado nuestras miradas, y eso me permite dejarme llevar a mi propio espacio de silencio, para no verme arrastrada por el vacío de tus palabras que poco a poco se han ido llenando. No he dejado de observarte. Expectante por ver hacia dónde te dirigías, pero apenas he pronunciado palabra.
Tras largo rato apuntando a lo abstracto, haces el amago de mirarme. Veo tu vergüenza y me acerco un poco más a ti. Comprendo que mi cuerpo no quería llegar a este lugar, para no sentir ni hacer frente a su propia tristeza al escucharte. Pongo mi mano sobre tu pierna, a modo de palabras que no sé pronunciar. Me miras y te miro. Se encuentran nuestras miradas, nos reconocemos.
Te pido que te quites esa bata que no deja ventilar el sufrimiento, y que te pongas algo distinto, por ejemplo, un abrigo, porque podemos salir a pasear, a pesar de no saber quién somos. A llenar por un rato nuestros vacíos. A callejear bajo el frío que ya no es tan frío y la noche oscura que no es tan negra, embellecida con las luces de Navidad. Porque tu tristeza es similar a la de todos y porque no es necesario hacer ver que todo está bien. O tal vez porque todo está bien como está.

Y sí, se reconocen nuestras tristezas, pero por más que a veces nos pese, también nuestras alegrías.