
Vida

Nada es comparable a su fuerza, a su tenacidad ni a su contundencia. Cuando se impone no hay brazo a torcer ni argumento a defender. A veces lo hace en voz alta y otras apenas se le percibe, pero si reparamos en el silencio, su melodía es clara y constante. La vida nos guía, nos marca o nos arrasa, con lo bueno y con lo malo.
Tantas veces se nos escapan sus motivos e interpretaciones, que sólo acertamos a manifestar que debemos sucumbir ante su firmeza. Nos aplasta cuando llega cargada de rabia, y como único consuelo nos decimos una y mil veces, que nuestro cometido es aceptar. Nuestro compromiso es confiar en sus maniobras, por embrolladas que nos parezcan.
En ocasiones nos deja boquiabiertos, incrédulos, sin palabra que nombrar y sin mueca que gesticular. Por más fuerte que sea la lucha, hay causas que no llegamos a adivinar y puertas que no nos vemos capaces de abrir. Por si se nos cae todo encima, por si nos aplasta lo que queda tras ella y una vez descubierta quedamos sin ánimo ni capacidad para remontar. Pero una cosa está clara, ante nuestros oídos sordos y nuestros pomos cerrados, la vida no va a hacer más que intentar encajar su llave.
Se cuela en mitad de la escena que parece ensayar de mil modos distintos. Pica a la puerta con el nudillo del dedo índice, con el puño, con un golpe seco o de un timbrazo. Llama las veces que sea necesario e incluso se atreve a entreabrir el portillo para dejarnos ver lo que hay tras él. Nos concede un tiempo para mirar y entrar a escena, pero si no lo hacemos, como la rabia del mar enfurecido contra las rocas, su fuerza se colará por la rendija y la abrirá de un plumazo. Haya quien haya en el escenario, la puerta será derrumbada.
Implantándose con toda su firmeza. Rotunda, tajante, concluyente. Nos deja temblando, colgando de un hilo y con temor en la mirada. Lo de después es aprender a ser ceniza y milímetro a milímetro ir incorporándonos a un mundo que nos pasó por encima. Sin rencor, sin inquina. Porque así como nos apisonó, nos dará mil motivos para seguir creyendo, entregados ante su contundencia. Nos ofrece los remos y la embarcación para salir a flote arrastrando con fuerza cada palada, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, hasta lograr remar de forma intuitiva, natural e incluso armónica
Pone a nuestra disposición su mano y a decir verdad la mano de todo aquel que pasa por nuestro lado. Nos obsequia con su versión más compasiva y la mayor muestra de afecto que se pueda recibir. Se evidencian multitud de motivos para creer y recuperar nuestra confianza en ella. Nos hace creer en su versión más asombrosa, maravillosa e extraordinaria que podamos imaginar. Porque también rueda, también fluye y también entrelaza todo aquello que quedó desarmado, dándole ahora una forma que jamás antes nos hubiéramos atrevido a imaginar ni concebir. La misma fuerza con la que la puerta fue arrasada, después viene de vuelta transformada en aceptación, en rendición y en reconstrucción.
Agachamos la cabeza, nos entregamos ante su magnitud, ante su figura de dimensiones infinitas que sobrevuela nuestros cuerpos, que nos cubre y nos envuelve, quedando todos arropados bajo un mismo manto. Haciéndonos afines. Exactamente igual de grandes que de minúsculos. De formas infinitamente distintas, pero profundamente enraizados en la misma tierra. Si algo nos une y nos hace semejantes, es nuestro asentir ante lo implacable de la vida. Con lo bueno y con lo malo. Es nuestro atrevernos a adentrar de nuevo en el océano, asumiendo el riesgo que comporta saber lo cambiante de las mareas.

No hay mayor juego de magia que el de la vida, en el que a veces se rema como se puede, no como se quiere. Otras es cerrar los ojos, sonreír y dejarse llevar.